RIMBAUD

Hambre

Si a algo tengo afición, no será más
que a la tierra y a las piedras.
Yo siempre almuerzo aire,
roca, carbones, hierro.
Hambres mías, girad. Pastad, hambres,
del prado de los sonidos.
Atraed el alegre veneno
de las corregüelas.
Comeos los guijarros que otros rompen,
las viejas piedras de iglesia;
los cantos rodados de los viejos diluvios,
panes sembrados en los valles grises.

Rimbaud, A.

El mal

Mientras los escupitajos rojos de la metralla
silban todos el día en el infinito del cielo azul;
mientras escarlatas o verdes, junto al rey burlón
se desploman en masa los batallones bajo el fuego

mientras una espantosa locura machaca
y hace de cien millares de hombres una pila humeante
-¡pobres muertos!, en el verano, en la yerba, en tu alegría,
¡oh Naturaleza!, tú que hiciste a estos hombres
sanamente-,
hay un Dios que se ríe de las telas adamascadas
de los altares, del incienso, de los grandes cálices de oro;
un Dios que con el balanceo de los hosanas se duerme

y sólo se despierta cuando algunas madres, recogidas
en su angustia y llorando bajo su vieja toca negra,
le dan un perra gorda liada en su pañuelo.

Rimbaud, A.


En el Cabaret-Verde

A las cinco de la tarde

Llevaba ya ocho días con los botines rotos
por culpa de los guijos; y a Charleroi llegué.
En el Cabaret-Verde, encargué unas tostadas
de manteca y jamon jugoso y calentito.

Estiré las dos piernas, feliz, bajo la mesa
verde, mientras miraba los dibujos ingenuos
del tapiz. ¡Qué alegría cuando la criadita
la de las grandes tetas y los ojos como ascuas

–a ésa, sí que no le asusta un simple beso–,
con risas, me ofreció tostadas de manteca
y jamón tibio, en plato de múltiples colores!

Jamón blanco y rosado que perfumaba un diente
de ajo, y me llenó la jarra inmensa: espuma
que doraba el fulgor de un sol casi dormido.

Rimbaud, A.

Las Despiojadoras

Cuando la frente infante, con sus rojas tormentas
convoca al blanco enjambre de los sueños difusos,
llegan junto a su cama dos hermanas risueñas
con sus gráciles dedos de uñas argentinas.

Sientan al niño frente al ventanal abierto,
donde el aire azul baña torbellinos de flores
y por su denso pelo preñado de rocío
sus dedos se pasean, seductores, terribles.

Él, escucha el cantar de sus hálitos tímidos
que expanden amplias mieles vegetales y rosas
y que interrumpe a veces un silbido –saliva
que los labios absorben o ganas de besar.

Escucha sus pestañas latir en el silencio
perfumado; y sus dedos, eléctricos y suaves,
provocan los chasquidos, entre indolencias grises,
de los piojillos muertos, por sus uñas de reina.

Y un vino de Pereza sube en él, un suspiro
de armónica, capaz de llegar al delirio:
y el niño siente, al ritmo lento de las caricias,
cómo brotan y mueren sus ansias de llorar.

Rimbaud, A.

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