Me lo comunicaron en el almuerzo;
rompí de una vez
los platos y vasos de la mesa
y una furia de mil arañas rojas
inundó mi mente hasta cegarme.

Le metí dos hostias al cara de chivo
que con una sonrisa sardónica
no hasía mas que mirarme.

Le encontraron, en el regazo,
una carta destinada a mi;
la polisía no me la ha querido dar todavía.

El dolor fue muy inmenso
-quemaron mis ojos y mi boca-
tanto o más que la sensación
de hastío que viví
cuando atropellaron a Sebastián,
mi pitbull, mi alter ego.

Golpeé, golpeé y golpeé
al cara de chivo
hasta que me dejaron inconsciente
los vigilantes del frenopático.

Y ahora casi no estoy,
escayolada el alma
que es lo único que siento.

A mi padre le dijeron que caí
desde no se qué piso,
hideputas…

Días después me enteré
que a la Reme
le dio por el suicidio.
Ella y su poesía,
yo y mis gaviotas,
antes muerta que sensilla la cabrona.

Aquella tarde en mi la habitación
la pasé sedado,
con mis gaviotas claro,
me hubiera gustado verla
como se enterraba entre las olas.

Estoy seguro que me hubiera dedicado el último suspiro,
la última gota de su aliento.
Pero eso hubiera resultado demasiado poético,
incluso para ella.

Yo pienso que la mató
el cara de chivo hideputa.
Odia a los artistas
porque es un puto fracasado;
hase poemas de mierda,
pura palabrería malsonante
que a nadie convence.
Le hubiera gustado escribir
los poemas que hasía mi Reme.

En cuanto salga de la enfermería
lo hincho otra vez a hostias.

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